La Vilipendiada (las copas ya no son lo que eran)

Corrían los tiempos predigitales. Allá por el año dos mil uno o dos mil dos. Un verano impertérrito, estigmado en su ondulante calor (de esos de 40 grados a la sombra que hoy en día son locuras poscambio climático y demás zarandajas).

Supercopa

Un chiquillo de barrio, un «ninot»; el típico quinceañero buscavidas que comenzaba a sentir las cosas como el borrador tónico que serán en el tul de la adultez. Un suspiro ignorante de su brevedad. Una ínfula que cree será eterna.

Cada sabor era único, cada esquina la falda de la siguiente ficha de dominó. Cada centímetro cuadrado de alma afincaba las venas de la apremiante ciudad. Todo era inabarcable. Las canciones se grababan como mandamientos de un nuevo evangelio pertrechado a la medida. Cada juerga la última juerga, cada minuto perdido llenaba el saco roto del infinito más corto que la edad pudo traerme a toro pasado.

Las canciones se grababan como mandamientos de un nuevo evangelio pertrechado a la medida, cada juerga era la última juerga

Estopa acariciaba las hormonas, El Canto del Loco al primer amor. Rosendo los garitos, Sabina las alcobas vacías de sábanas frías. Los focos, como promesas de cabellos de ángel, se prestaban a melaza buscona de este poeta de baratillo. Un garaje era un mundo al alza, un tobillo un secreto a voces.

Y probamos el barrio, y probamos locales. Y probamos el miedo, el tedio, la risa. La prisa y el sumun. A quitarnos la camisa. La adrenalina y el credo de los novicios hurgando en la herida. Probamos casi de todo. Y entre gorgoteos y gorgoritos, un colega dijo de un bar en el que la edad no era impedimento para servirnos las primeras cervezas. Así sendas rubias adornaron las gargantas de dos mancebos, que con lo puesto, jamás quisieron nada más por unos cuantos veranos.

El éxtasis sedujo -arduo en su tarea y fijo en su carnaza- en su precisa y justa medida al presente que les escribe. Los tímidos retos se rindieron a la avaricia y pocas estaciones más tarde, apresuraron en caer las primeras copas.

Perdonen esta severa introducción y permítanme finiquitarla reseñando la tierna sencillez de las citadas -y protagonistas de esta farándula- copas de antaño: su licor más soportable y la escueta mezcla más efectiva. Los más aviesos no alcanzábamos ni a esas cotas; ‘whisky’ o güisqui bastaba. Y tanto que bastaba. Doble y con tres hielos, en vaso propicio y propiciatorio.

Los más aviesos no alcanzábamos ni a esas cotas; ‘whisky’ o güisqui bastaba. Y tanto que bastaba. Doble y con tres hielos, en vaso propicio y propiciatorio.

Hoy en día las «copas» son distintas. Han cambiado. Pues resulta que ninguna esfera escapa del cambio. Más aún si las pérfidas manos de la insensatez se esconden a modo de cordero en las postrimerías. Más aún en la bipolaridad del duopolio de los de siempre, los de los «bichos» y las «pulgas». Los del burgués y los del francés en ristre, como balas de fogueo.

Más aún en las voces de los voceros que apuñalan la honorabilidad del güisqui sin soda, maridado con hielo. El balompié -tan propicio en su perniciosidad- tampoco ha escapado a la luz de las verdaderas copas. Ha permanecido a la sombra. En el tedio de los millones. En el pantano de la melancolía. Auspiciado por los parasoles de los que quieren venderles la copa más adornada y ficticia; espúrea.

Las copas, como decía, han cambiado. Llevan todo tipo de aderezos pseudoalimenticios y psicosomáticos; de los que no notarán pero les costarán muy caro. Véanse tales como: pepino, cardamomo, canela, enebro, pétalos y hojas de diversa foresta, vainas naturales y «vainas» de ejecutivos trincadores; alpiste, arándanos, pieles cítricas, sinvergüenzas de federaciones, romero y mucho hielo. Para que no quepa nada de lo que un día fue pero les cueste más y más caro. Por el son repetido de los que quieren eternizarse.

Las copas, como decía, han cambiado. Llevan todo tipo de aderezos pseudoalimenticios y psicosomáticos; de los que no notarán pero les costarán muy caro

La copa de la que les voy a hablar lleva «vainas» de «trincadores» a mansalva. Hieráticos calvos del Monopoly que vinieron del anonimato futbolístico más gris para dejar las arcas secas, las competiciones pervertidas y la piel de clubes históricos, –broncos y coperos– para adorno de las más vergonzantes pajitas de las que mamar hasta la tapa del tarro.

De lo que jamás verán en estas «copas» es de espolvoreada meritocracia: justa, imparcial y objetiva. Jamás catarán de estas bautizadas como «supercopas» (antaño guindas de la más deliciosa estirpe, con sabor a élite europea y engalanadas de nácar y plata para la excelencia deportiva de la pretemporada) el denostado derecho deportivo. El agradecimiento, el sentido o la rectitud que solía perseguir el deporte profesional. No queda nada.

No queda nada

Tan solo un puñado de ladrones cortados en rodajas, clubes sin vergüenza que disputan premios que no merecen (como el aguililla solitario de las más andrajosas ‘discoteques’) trajeados de mercado que se burlan en bastidores ‘V.I.P’ e invitan a la primera doncella que pase y anacardos (borriqueros) empachados de la necesidad de tragar. Otro puñado de portadas victoriosas, rostros selenitas opacados por el brillo del vaso de cristal, fina seda; sudario del fin del fútbol y semipiternos ladrones de corbata blanca.

Pero nunca verán sentir, ni padecer, ni vencedores ni vencidos, ni blanco ni negro, ni azul ni grana, ni dorado ni bronce. Ni el cobre de los batidos en duelo, ni la manga del caído; ni honradez, ni verdad, ni fútbol.

Será que los licores nobles ya no se estilan, será que la verdad se diluye entre témpanos de hielo, entre hebras verdes de finas serpientes. Será que el circo se postula entre dos camisetas, y varias carteras; renegados de la esencia para lo que esto surgió. Nunca verán asistencias, ni a murciélagos, ni la deuda saldada del años dos mil diecinueve. Nunca verán nada de esto, porque ni estaban los que tenían que estar ni estaban los que debían estar. Nunca verán, jamás, jugar la Supercopa de España. No de las de verdad. Ni las perdidas ni la Vilipendiada. Ni la del dos mil diecinueve ni las siguientes. Nunca volverán a ver una copa, ni una Supercopa.

Pero lo que nunca verán, pero nunca, nunca, nunca jamás… será campeones en ellas.

Güisqui con hielo

Un trago por las copas de verdad. Las escuetas. Las celebérrimas, las perdidas, las nostálgicas y las vilipendiadas. Otro trago por el anterior. Celebren.

Dejenme decirles algo a los descreídos ajenos a los dos verdaderos supercampeones: cada vez que auspicien esta farsante fatalidad, estarán elevando a los altares a aquellos que les dirán qué, dónde y cuándo deben beber de la «Copa». Después solo Dios dirá lo próximo que les manden. No lo hagan. Su güisqui con hielo no lo haría. Piénsenlo dos veces.